Natalia, Suárez y Cavani

Por Roberto Moar @

Apenas había transitado unos kilómetros en la autopista que separa el Aeropuerto Sheremetyevo del Complejo que habitamos en Krasnogorsky y el conductor de la camioneta que nos trasladaba preguntó en su español precario: “¿son del país de Natalia Oreiro? La amo...”.

Acostumbrado a que me interroguen por Suárez y Cavani -en distintos lugares del planeta- improvisé una sonrisa cómplice y le conté historias de nuestra afamada compatriota hincha de Rampla Juniors.

Al avanzar por la rápida senda, una figura gigante de Lionel Messi parecía desafiar desde lo alto de un cartel de bienvenida a la famosa frase que asegura que la artista criada en el Cerro es más famosa que el rosarino en tierra rusa.

Aquí el invierno se resiste a partir. El clima es tan frío como el entusiasmo de los aficionados con la selección nacional que dirige un cuestionado Cherchesov.

Ni en los alrededores de la Plaza Roja, ni en la bohemia vida de la calle Arbat, la más famosa de Moscú, ni en las cercanías del maravilloso Luzhiniki, la joya de Rusia 2018, hay clamor popular por el Mundial.

Inevitablemente, regreso en el tiempo a mi juventud periodística y revivo imágenes de la previa de 1998.

En París, atrapada por el glamoroso Roland Garros, nadie hablaba del evento en los días previos a la Copa del Mundo.

En pocos semanas, y con el andar avasallante del equipo que lideraba Zidane, la euforia se multiplicó y el día de la obtención del título Champs Elysees se convirtió una gigantesca parranda rutilante donde caminar un paso era tarea imposible.

“Eso no pasará aquí”, me aseguró un colega que conocí hace unos meses cuando llegó a nuestro país para explicar al suyo las razones del éxito celeste.

Y remató la charla con lacónico “somos un desastre”.

La cosmopolita ciudad de Moscú se descubre en tierra y debajo de ella.

El mejor Metro del mundo la atraviesa y permite al visitante pasar de la febril zona financiera a los lugares de vida liviana y sin presiones.

Con una seguridad hasta excesiva, las calles de la capital rusa son patrulladas cuidando que un mínimo detalle no se convierta en un suceso a lamentar.

Los gastos excesivos del Comité Organizador, apoyados en los fondos federales, han llevado a los economistas a criticar duramente la inversión.

Es que una golondrina no hace verano y los miles de turistas partirán cuando finalice la Copa Mundial dejando un ingreso muy limitado en sectores como hotelería, transporte, alimentación y telecomunicaciones.

Apenas una cálida brisa para el frío y largo invierno del después.

De todos modos, Vladimir Putin lucirá sus mejores galas en el que fuera el viejo estadio Central Lenin -hoy fastuoso, moderno y calefaccionado Luzhniki- para recibir al mundo el día del partido inaugural y despedirlo en la final.

Serán días de agitada competencia donde Rusia aspirará a la perfección porque más allá de la debilidad deportiva está en juego el prestigio de una nación.

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