Lo que la brazuca se llevó

    Todo es tan efímero que ya estamos contando los días que faltan para encontrarnos en Rusia. Maracaná se convirtió en templo silencioso.

     

    Todo es tan efímero que ya estamos contando los días que faltan para encontrarnos en Rusia.
     

    Maracaná se convirtió en templo silencioso. La incontinencia resentida ya comparó un grupo de deportistas felices con deplorables actitudes nazis. Ya hubo sueños rotos, consagraciones inesperadas y partidas anunciadas. Ya hubo justicias e injusticias bajo la mirada poco objetiva de hombres elegantes que poco saben de los benditos piques de la pelota.
     

    Ya fui y vine. Ya reí, lloré, desparramé una lluvia de palabras en cada relato y ya me quedé sin frases para defender lo que la pasión nos obliga a defender sin el justificativo de la razón.

    Ya elogié las grandiosas victorias uruguayas ante Inglaterra y la Nazionale. Me enojé en Fortaleza y me decepcioné en la Ciudad Maravillosa. Seduje la afonía con el doblete de Suárez y comprobé que un gol de espalda puede ser el más bello de todos. También que no hay mejor técnico que el Maestro a pesar de críticas, discrepancias o cambios tardíos. Y no sólo por el orgullo que sentí en aquella conferencia pre-Colombia.

    Se fue el mundial.

    Desde la apacible calma de Sete Lagoas, un lugar perdido en el mundo plagado de contrastes de Minas Gerais, a la euforia desenfrenada de un Fan Fest carioca, todo ya es historia.

    La brazuca se llevó en su último roce con un zapato multicolor las alegrías y frustraciones de futbolistas que asistieron a la mayor fanfarria global del mundo del deporte.

    Seguramente, encerrados en sus laberintos, dos cracks fueron atrapados por sus desvelos post competitivos.
    Philip Lahm, ejemplo de coraje, disciplina, superación, talento y liderazgo, tras repasar el increíble momento de levantar la Copa FIFA -me cuesta hasta escribir esa conjunción de cuatro letras-, hizo público el fin de su andar en la Mannschaft. ¿Para qué más?
    Lionel Messi, protagonista de la mayor estafa global, eligió el silencio de los inocentes para no hacer consideraciones sobre ese premio que mancha la pelota.

    Se fue el Mundial.

    Lo ganó el mejor. Alemania fue protagonista desde su debut cuando noqueó a la banda de Cristiano hasta la mágica jornada del Mineirao en la que liberó espíritus condenados a purgar en el infierno de Maracaná el pecado de perder un partido que no podían perder en 1950.

    La Mannschaft tuvo al mejor arquero, grandes defensores, volantes geniales, delanteros implacables. Hizo historia, quebró récords y mereció aplausos. Ese mosaico ordenado y disciplinado, paciente para tocar el balón, cruel cuando un rival se equivocó, hizo claudicar a Argentina y la inagotable entrega de Mascherano que, a falta de gambetas y genialidades, se transformó en símbolo y caudillo.

     

    No hubo sorpresas tácticas. Costa Rica hizo cierto los pronósticos y el que le hizo más goles (Uruguay) avanzó. Claro que esa ironía dejó pagando humillación y vergüenza a Italia e Inglaterra. Holanda tuvo al mejor Robben pero no pudo sacudirse la fama de eterno perdedor. Bélgica, Suiza, Francia y otros pasaron sin dejar huella. Colombia se fue aplaudida y James, su joven estrella, homenajeada.

    Los equipos africanos confirmaron que se estancaron, los asiáticos que no avanzan. Estados Unidos crece sin apuro y hasta Obama aseguró que serán campeones. México pasó con una autoestima elevada que no correspondió a sus logros, Chile fue enorme.
    España, un alma en pena o un campeón sin alma. Una de las mayores frustraciones del carnaval futbolero.

    Se fue el mundial. Y Brasil llora, no entiende, no digiere tanta amargura. Tal vez, llegó la hora que olvide asegurar los partidos en la cancha política y apueste al jogo bonito que descontrola  rivales para recuperar la esencia perdida. El papelón mayúsculo lo obliga a cambiar algo más que el entrenador. Pasó la fiesta y la copa se llenó con cerveza.

    No hay nada para discutir.

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